LOS ORÍGENES DEL TOTALITARISMO
Hannah Arendt
LOS ORÍGENES DEL TOTALITARISMO. Hannah Arendt
Antes de que los líderes de masas se
tomen el poder para hacer encajar la realidad en sus mentiras, su propaganda se
halla caracterizada por su extremado desprecio por los hechos como tales,
porque en su opinión los hechos dependen enteramente del poder del hombre que
pueda fabricarlos.
EL TERROR EN LAS DICTADURAS
Una diferencia fundamental entre las dictaduras modernas y todas las tiranías del pasado es la de que en las primeras el terror ya no es empleado como medio de exterminar y atemorizar a los oponentes, sino como instrumento para dominar masas de personas que son perfectamente obedientes. El terror, como hoy lo conocemos, ataca sin provocación previa, y sus víctimas son inocentes incluso desde el punto de vista del perseguidor.
El terror, sin embargo, es, en la última instancia de su desarrollo, una simple forma de gobierno. Para establecer un régimen totalitario el terror tiene que ser presentado como un instrumento de realización de una ideología específica, y esta ideología debe haberse ganado la adhesión de muchos, de una mayoría, incluso antes de que el terror pueda ser estabilizado.
LA PERVERSIÓN DEL CONCEPTO DE
IGUALDAD
La igualdad de condición, aunque es ciertamente un requerimiento básico de la justicia, figura, sin embargo, entre los mayores y más inciertos riesgos de la humanidad moderna. Cuanto más iguales son las condiciones, menos explicaciones hay para las diferencias que existen en la gente; y así, más desiguales se tornan los individuos y los grupos. Esta embarazosa consecuencia se torna completamente evidente cuando la igualdad ya no es considerada en términos de un ser omnipotente, como Dios, o un común destino inevitable, como la muerte. Allí donde la igualdad se torna un hecho mundano en sí misma, sin ninguna regla por la que pueda ser medida o explicada, allí hay también una probabilidad entre cien de que será considerada como principio viable de una organización política en la que personas de otra manera desiguales tienen derechos iguales; hay noventa y nueve probabilidades de que será confundida con una cualidad innata de cada individuo que es «normal» si es como todos los demás y «anormal» si resulta ser diferente. Esta perversión de la igualdad, de un concepto político a un concepto social, es aún mucho más peligrosa cuando una sociedad no deja el más pequeño espacio para los grupos e individuos especiales, porque entonces sus diferencias se tornan aún más conspicuas.
EL HOMBRE - MASA
La característica principal del
hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de
relaciones sociales normales.
PROPAGANDA Y ADOCTRINAMIENTO EN LOS
REGÍMENES TOTALITARIOS
Básicamente hablando, la dominación totalitaria trata de restringir exclusivamente los métodos de la propaganda a su política exterior o a los sectores del movimiento en el exterior con el propósito de proporcionarles un material adecuado. Allí donde el adoctrinamiento totalitario en el interior llega a estar en conflicto con la línea de propaganda para el consumo en el exterior (lo que sucedió en Rusia durante la guerra, no cuando Stalin firmó su alianza con Hitler, sino cuando la guerra con Hitler le llevó al campo de las democracias) la propaganda es explicada en el interior como una «maniobra táctica temporal»6. Tanto como sea posible, esta distinción entre la doctrina ideológica para los iniciados en el movimiento, que ya no necesitan de la propaganda, y la pura propaganda para el mundo exterior queda ya establecida durante la existencia de los movimientos antes de la conquista del poder. La relación entre la propaganda y el adoctrinamiento depende normalmente, por una parte, de las dimensiones de los movimientos y, por otra, de la presión exterior. Cuanto más pequeño sea un movimiento, más energía gastará en la propaganda; cuanto mayor sea sobre los regímenes totalitarios la presión del mundo exterior —una presión que no puede ser enteramente ignorada, incluso tras los telones de acero—, más activamente se lanzarán a la propaganda los dictadores totalitarios. El punto esencial es que las necesidades de la propaganda están siempre dictadas por el mundo exterior y que los mismos movimientos no hacen realmente propaganda, sino que adoctrinan. A la inversa, el adoctrinamiento, emparejado inevitablemente con el terror, aumenta con la fuerza de los movimientos o el aislamiento de los Gobiernos totalitarios y su seguridad ante la intervención exterior.
La propaganda es, desde luego, parte inevitable de la «guerra psicológica», pero el terror lo es más. El terror sigue siendo utilizado por los regímenes totalitarios incluso cuando ya han sido logrados sus objetivos psicológicos: su verdadero horror estriba en que reina sobre una población completamente sometida. Allí donde es llevado a la perfección el dominio del terror, como en los campos de concentración, la propaganda desaparece por completo; quedó incluso enteramente prohibida en la Alemania nazi. La propaganda, en otras palabras, es un instrumento, y posiblemente el más importante, del totalitarismo en sus relaciones con el mundo no totalitario; el terror, al contrario, constituye la verdadera esencia de su forma de Gobierno. Su existencia depende tan poco de los factores psicológicos o de otros factores subjetivos como la existencia de las leyes depende en un país gobernado constitucionalmente del número de personas que las violan.
CIENTIFISMO Y TOTALITARISMO
La obsesión de los movimientos totalitarios por las pruebas «científicas» cesa sólo cuando llegan al poder. Los nazis prescindieron incluso de aquellos investigadores que estaban dispuestos a servirles, y los bolcheviques emplearon la reputación de sus hombres de ciencia con fines enteramente anticientíficos y les obligaron a desempeñar el papel de charlatanes.
La propaganda totalitaria elevó al cientifismo ideológico y. a su técnica de formulación de afirmaciones en forma de predicciones a una altura de eficiencia de método y de absurdo de contenido porque, demagógicamente hablando, difícilmente hay mejor manera de evitar una discusión que la de liberar a un argumento del control del presente, asegurando que sólo el futuro puede revelar sus méritos. Sin embargo, las ideologías totalitarias no inventaron este procedimiento ni fueron las únicas en utilizarlo. El cientifismo de la propaganda de masas ha sido tan universalmente empleado en la política moderna que ha llegado a ser interpretado como un signo más general de la obsesión por la ciencia que caracterizó al mundo occidental desde el desarollo de las Matemáticas y de la Física en el siglo XVI; de esta forma, el totalitarismo parece ser exclusivamente la última fase de un proceso durante el cual la «ciencia (se ha convertido) en un ídolo que curará mágicamente todos los males de la existencia y que transformará la naturaleza del hombre»12. Y existía, desde luego, una primera relación entre el cientifismo y el desarrollo de las masas.
El «cientifismo», en política, todavía presupone que su objetivo es el bienestar humano, un concepto que resulta profundamente extraño al totalitarismo.
LA PROFECÍA COMO MÉTODO DE
PROPAGANDA
El efecto propagandístico de la
infalibilidad, el sorprendente éxito de presentarse como un simple agente
interpretador de fuerzas previsibles, ha impulsado en los dictadores totalitarios el hábito de anunciar sus
intenciones políticas bajo la forma de profecías. El más famoso ejemplo es el
anuncio de Hitler al Reichstag alemán en enero de 1939: «Hoy quiero hacer una
vez más una profecía: en el caso de que los financieros judíos... lograran de
nuevo arrastrar a los pueblos a una guerra mundial, el resultado será... el
aniquilamiento de la raza judía en Europa»23. Traducido a un lenguaje no totalitario,
esto significaba: «Quiero hacer la guerra y trato de matar a los judíos de
Europa.» Similarmente, Stalin, en el célebre discurso de 1930 ante el Comité
Central del Partido Comunista (en el que preparó la liquidación física de la
derecha del partido y la de los desviacionistas de la izquierda), los describió
como representantes de las «clases moribundas»
Este, como los demás métodos propagandísticos totalitarios, sólo resulta seguro después que los movimientos se han apoderado del poder. Entonces, toda discusión acerca de lo acertado o erróneo de la predicción de un dictador totalitario resulta tan fantástica como discutir con un asesino potencial sobre si su futura víctima está muerta o viva, puesto que matando a la persona en cuestión el asesino puede proporcionar inmediatamente la prueba de la veracidad de su declaración. El único argumento válido en semejantes condiciones consiste en correr inmediatamente en ayuda de la persona cuya muerte ha sido predicha. Antes de que los líderes de masas se apoderen del poder para hacer encajar la realidad en sus mentiras, su propaganda se halla caracterizada por su extremado desprecio por los hechos como tales, porque en su opinión los hechos dependen enteramente del poder del hombre que pueda fabricarlos.
EL PODER DE AISLAMIENTO DE LA
PROPAGANDA
La fuerza que posee la propaganda
totalitaria —antes de que los movimientos tengan el poder de dejar caer telones
de acero para impedir que nadie pueda perturbar con la más nimia realidad la
terrible tranquilidad de un mundo totalmente imaginario— descansa en su
capacidad de aislar a las masas del mundo real. Los únicos signos que el mundo
real todavía ofrece a la comprensión de las masas no integradas y
desintegrantes —a las que cada nuevo golpe de mala suerte torna aún más
incrédulas— son, por así decirlo, sus lagunas, las cuestiones que no se atreve
a discutir públicamente o los rumores que no osa contradecir porque afectan,
aunque en una forma exagerada y deformada, las zonas llagadas. De estas zonas
llagadas derivan las mentiras de la propaganda totalitaria los elementos de veracidad
y de experiencia real que necesita para tender un puente entre la realidad y la
ficción.
El aislamiento de individuos atomizados no sólo proporciona la masa básica para la dominación totalitaria, sino que afecta a la verdadera cumbre de toda la estructura.
TERROR Y AISLAMIENTO
Se ha observado frecuentemente que
el terror puede dominar de forma absoluta sólo a hombres aislados y que, por
eso, una de las preocupaciones primarias del comienzo de todos los Gobiernos
tiránicos consiste en lograr el aislamiento. El aislamiento puede ser el
comienzo del terror; es ciertamente su más fértil terreno; y siempre su
resultado. Este aislamiento es, como si dijéramos, pretotalitario. Su
característica es la impotencia en cuanto que el poder siempre procede de
hombres que actúan juntos, «actuando concertadamente» (Burke); por definición,
los hombres aislados carecen de poder.
El aislamiento y la impotencia, es decir, la incapacidad fundamental para actuar, son siempre característicos de las tiranías. Los contactos políticos entre los hombres quedan cortados en el Gobierno tiránico y frustradas las capacidades humanas para la acción y para el poder. Pero no todos los contactos entre los hombres quedan rotos ni destruidas todas las capacidades humanas.
Toda la esfera de la vida privada, con las capacidades para la experiencia, la fabricación y el pensamiento, quedan intactas. Sabemos que el anillo de hierro del terror total no deja espacio para semejante vida privada y que la autocoacción de la lógica totalitaria destruye la capacidad del hombre para la experiencia y el pensamiento tan seguramente como su capacidad para la acción. Lo que llamamos aislamiento en la vida política se llama soledad en la esfera de las relaciones sociales. El aislamiento y la soledad no son lo mismo. Yo puedo estar aislado: es decir, hallarme en una situación en la que no pueda actuar porque no hay nadie que actúe conmigo, sin estar solo; y puedo estar solo: es decir, en una situación en la que yo, como persona, me siento abandonado de toda compañía humana, sin hallarme aislado.
El aislamiento es ese callejón sin salida al que son empujados los hombres cuando es destruida la esfera política de sus vidas, donde actúan juntamente en la prosecución de un interés común. Sin embargo, el aislamiento, aunque destructor del poder y de la capacidad para la acción, no sólo deja intactas todas las llamadas actividades productoras del hombre, sino que incluso se requiere para éstas. El hombre, en cuanto homo faber, tiende a aislarse con su obra, es decir, a abandonar temporalmente el terreno de la política. La fabricación (poiesis, la elaboración de cosas), como diferenciada de la acción (praxis), por una parte, y del puro trabajo, por otra, es realizada siempre en un cierto aislamiento de las preocupaciones comunes, tanto si el resultado es una muestra de pericia manual como una obra de arte.
En el aislamiento, el hombre permanece en contacto con el mundo como artífice humano; sólo cuando es destruida la más elemental forma de creatividad humana, que es la capacidad de añadir algo propio al mundo común, el aislamiento se torna inmediatamente insoportable. Esto puede suceder en un mundo cuyos principales valores sean dictados por el trabajo, es decir, donde todas las actividades humanas hayan sido transformadas en trabajo. Bajo semejantes condiciones sólo queda el puro esfuerzo del trabajo, que es el esfuerzo por mantenerse vivo, y se halla rota la relación con el mundo como artificio humano. El hombre aislado, que ha perdido su lugar en el terreno político de la acción, es abandonado también por el mundo. Ya no es reconocido como un homo faber, sino tratado como un animal laborans cuyo necesario «metabolismo con la Naturaleza» no preocupa a nadie. Entonces el aislamiento se torna soledad.
La tiranía basada en el aislamiento deja generalmente intactas las capacidades productoras del hombre; una tiranía sobre «trabajadores», sin embargo, como, por ejemplo, la dominación sobre los esclavos en la antigüedad, sería automáticamente una dominación sobre hombres solitarios y no solamente aislados y tendería a ser totalitaria.
AISLAMIENTO
Y SOLEDAD
Mientras que el aislamiento corresponde sólo al terreno político de la vida, la soledad corresponde a la vida humana en conjunto. Los Gobiernos totalitarios, como todas las tiranías, no podrían ciertamente existir sin destruir el terreno público de la vida, es decir, sin destruir, aislando a los hombres, sus capacidades políticas. Pero la dominación totalitaria como forma de gobierno resulta nueva en cuanto que no se contenta con este aislamiento y destruye también la vida privada. Se basa ella misma en la soledad, en la experiencia de no pertenecer en absoluto al mundo, que figura entre las experiencias más radicales y desesperadas del hombre. La soledad, el terreno propio del terror, la esencia del Gobierno totalitario, y para la ideología o la lógica, la preparación de ejecutores y víctimas, está estrechamente relacionada con el desarraigamiento y la superfluidad, que han sido el azote de las masas modernas desde el comienzo de la revolución industrial y que se agudizaron con el auge del imperialismo a finales del siglo pasado y la ruptura de las instituciones políticas y de las tradiciones sociales en nuestro propio tiempo.
Estar desarraigado significa no
tener en el mundo un lugar reconocido y garantizado por los demás; ser
superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo. El desarraigamiento
puede ser la condición preliminar de la superfluidad, de la misma manera que el
aislamiento puede ser (aunque no lo sea forzosamente) la condición preliminar
de la soledad. Considerada en sí misma, sin consideración a sus recientes causas
históricas y a su nuevo papel en política, la soledad es al mismo tiempo
contraria a los requerimientos básicos de la condición humana y una de
las experiencias fundamentales de cada vida humana. Incluso la experiencia del
mundo material y sensualmente dado depende de este hallarse en contacto con
otros hombres, de nuestro sentido común, que regula y controla todos los
demás sentidos y sin el cual cada uno de nosotros quedaría encerrado en su
propia particularidad de datos sensibles que en sí mismos son inestables y traicioneros.
Sólo porque tenemos sentido común, es decir, sólo porque la Tierra no está
habitada por un hombre, sino por los hombres, podemos confiar en nuestra
inmediata experiencia sensible. Sin embargo, hemos de recordarnos a nosotros
mismos que un día dejaremos este mundo común, que seguirá como antes y para
cuya continuidad resultamos superfluos, si es que queremos comprender la
soledad, la experiencia de ser abandonados por todo y por todos.
La soledad no es la vida solitaria. La vida solitaria requiere estar solo, mientras que la soledad se revela más agudamente en compañía de los demás. Aparte de algunas erradas observaciones (usualmente enmarcadas en un estilo paradójico como la afirmación de Catón, citada por Cicerón, De Re Publica, I, 17: Nunquam minus solum esse quam cum solus esset, «Nunca estaba menos solo que cuando estaba solo», o, más bien, «Nunca estuvo menos solitario que cuando llevaba una vida solitaria»), parece que Epicteto, el esclavo emancipado, filósofo de origen griego, fue el primero en distinguir entre la soledad y la vida solitaria. Su descubrimiento, en cierta manera, fue accidental; lo que le interesaba principalmente no era la vida solitaria ni la soledad, sino estar solos (monos) en el sentido de independencia absoluta. Como Epicteto le ve (Dissertationes, libro, III, capítulo 13), el hombre retraído (eremos) se encuentra rodeado por otros con los que no puede establecer contacto o a cuya hostilidad está expuesto. El hombre solitario, por el contrario, está solo, y por eso «puede estar unido consigo mismo», dado que los hombres tienen la capacidad de «hablar con ellos mismos».
En la vida solitaria, en otras palabras, yo soy «por mí mismo», junto con mi yo, y por eso somos dos en uno, mientras que en la soledad yo soy realmente uno, abandonado de todos los demás. Todo pensamiento, estrictamente hablando, es elaborado en la vida solitaria entre yo y mi yo mismo; pero este diálogo de dos en uno no pierde contacto con el mundo de mis semejantes, porque está representado en el yo con el que dialogo. El problema de la vida solitaria es que este dos en uno necesita de los demás para convertirse en uno de nuevo: un individuo incambiable cuya identidad no puede ser confundida con la de ningún otro. Para la confirmación de mi identidad, yo dependo enteramente de otras personas; y esta gran gracia salvadora de la compañía para los hombres solitarios es la que les convierte de nuevo en un «conjunto», les salva del diálogo del pensamiento en el que uno permanece siempre equívoco y restaura la identidad que les hace hablar con la voz singular de una persona incambiable.
La vida solitaria puede
convertirse en soledad; esto sucede cuando yo mismo soy abandonado por mi
propio yo. Los hombres solitarios siempre han experimentado el peligro de la
soledad cuando ya no pueden hallar la gracia redentora de la compañía para salvarles
de la dualidad, del equívoco y de la duda. Históricamente, parece como si este
peligro sólo en el siglo XIX se hubiera tornado lo suficientemente grande como
para ser advertido por los demás y señalado por la Historia. Se reveló
claramente por sí mismo cuando los filósofos, sólo para quienes la vida
solitaria es un estilo de vida y una condición de trabajo, ya no se contentaron
con el hecho de que la «filosofía es solamente para unos pocos» y comenzaron a
insistir en que nadie les «comprendía». Característica al respecto es la
anécdota de Hegel en su lecho de muerte, que difícilmente hubiera podido
decirse de cualquier otro gran filósofo anterior: «Nadie me ha entendido,
excepto uno; y él también me entendió mal.» De la misma manera, siempre existe
la posibilidad de que un hombre retraído se encuentre a sí mismo y comience el
diálogo pensante de la soledad. Esto es lo que, al parecer, sucedió a Nietzsche
en Sils Maria cuando concibió Zarathustra. En dos poemas («Sils Maria» y «Aus
hohen Bergen») habla de su vacía espera y del anhelo expectante del solitario
hasta que de repente: um Mittag war’s, da wurde Eins zu Zwei... / Nun feiern
wir, vereinten Siegs gewiss, / das Fest der Feste; / Freund Zarathustra kam,
der Gast der Gäste! («Era mediodía, cuando Uno se convirtió en Dos... / seguros
de la victoria, unidos celebramos la fiesta de las fiestas; / llegó el amigo
Zarathustra, el invitado de los invitados»).
Lo que torna tan insoportable la soledad es la pérdida del propio yo, que puede realizarse en la vida solitaria, pero que sólo puede quedar confirmado en su identidad en la fiable compañía de mis iguales. En esta situación el hombre pierde la confianza en sí mismo como compañero de sus pensamientos y esa elemental confianza en el mundo que se necesita para realizar experiencias. El yo y el mundo, la capacidad para el pensamiento y la experiencia, se pierden al mismo tiempo.
La única capacidad de la mente
humana que no precisa ni del yo ni del otro ni del mundo para funcionar con
seguridad y que es independiente de la experiencia como lo es del pensamiento
es la capacidad de razonamiento lógico cuya premisa es lo evidente por sí
mismo. Las normas elementales de la evidencia convincente, la verdad de que dos
y dos son cuatro, no pueden ser pervertidas ni siquiera por las condiciones de
la soledad absoluta. Esta es la única «verdad» fidedigna en la que pueden
apoyarse los seres humanos una vez que han perdido su garantía mutua, el
sentido común, lo que los hombres necesitan para experimentar y vivir y conocer
su camino en un mundo común. Pero esta «verdad» se halla vacía, o más bien no
es una verdad en absoluto, porque no revela nada (definir la consistencia como
verdad, tal como hacen algunos modernos lógicos. significa nevar la existencia
de la verdad).
Por eso, baso las condiciones de la soledad, lo evidente por sí mismo ya no es simplemente un medio del intelecto y comienza a ser productivo, a desarrollar sus propias líneas de «pensamiento». Que el proceso de pensamiento caracterizado por la estricta lógica de lo evidente por sí mismo, del que aparentemente no hay escape, tiene alguna conexión con la soledad, fue ya advertido por Lutero (cuyas experiencias en los fenómenos de la vida solitaria y de la soledad probablemente no han sido superados por nadie, y quien una vez se atrevió a decir que «tiene que haber un Dios, porque el hombre necesita un ser en quien pueda confiar») en un comentario poco conocido sobre las palabras de la Biblia «no es bueno que el hombre esté solo»: Un hombre solitario, dice Lutero, «siempre deduce una cosa de otra y piensa en todo hasta llegar a lo peor». El famoso extremismo de los movimientos totalitarios, lejos de tener nada que ver con el verdadero radicalismo, consiste, desde luego, en este «pensar en todo hasta llegar a lo peor», en este proceso deductivo que siempre llega a las peores conclusiones posibles.
Lo que prepara a los hombres para la dominación totalitaria en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana de crecientes masas de nuestro siglo. El proceso implacable por el que el totalitarismo impulsa y organiza a las masas parece como un escape suicida a esta realidad. El «frío razonamiento» y el «poderoso tentáculo» de la dialéctica que se apoderan de uno como una garra parece como el último asidero en un mundo donde nadie es fiable y en donde no puede confiarse en nada. Es esta íntima coacción, cuyo único contenido estriba en la estricta evitación de contradicciones, la que parece confirmar la identidad de un hombre al margen de todas las relaciones con los demás. Le encaja en el anillo de hierro del terror incluso cuando ya no está solo, y la dominación totalitaria nunca trata de dejarle solo excepto en la extremada situación de un confinamiento solitario.
Destruyendo todo el espacio entre los hombres y oprimiendo a unos contra otros, incluso quedan liquidadas las potencialidades productivas del aislamiento; enseñando y glorificando el razonamiento lógico de la soledad, donde el hombre sabe que estará profundamente perdido si llega a apartarse de la primera premisa de la que parte todo el proceso, quedan esfumadas incluso las más ligeras posibilidades de que la soledad pueda transformarse en vida solitaria y la lógica en pensamiento. Si se compara a esta práctica con la de la tiranía, parece como si se hubiera hallado un medio de poner al mismo desierto en marcha, para desencadenar una tormenta de arena que cubra todas las partes del mundo habitado.
Las condiciones bajo las cuales existimos hoy en el campo de la política se hallan, desde luego, amenazadas por estas devastadoras tormentas de arena. Su peligro no es que puedan establecer un mundo permanente. La dominación totalitaria, como la tiranía, porta los gérmenes de su propia destrucción. De la misma manera que el miedo y la impotencia de la que surge el miedo son principios antipolíticos y lanzan a los hombres a una situación contraria a la acción política, así la soledad y la deducción lógico-ideológica de lo peor que procede de ella representa una situación antisocial y alberga un principio destructivo para toda la vida humana en común. Sin embargo, la soledad organizada es considerablemente más peligrosa que la impotencia inorganizada de todos aquellos que son regidos por la voluntad tiránica y arbitraria de un solo hombre. Su peligro estriba en que amenaza asolar al mundo tal como nosotros lo conocemos —un mundo que en todas partes parece haber llegado a un final— antes de que un nuevo comienzo surja de ese final y tenga tiempo para afirmarse por sí mismo.
Al margen de tales consideraciones
--que como predicciones son de escasa utilidad y de menor consuelo— queda el
hecho de que la crisis de nuestro tiempo y su experiencia central han producido
una forma enteramente nueva de gobierno que, como potencialidad y como peligro
siempre presente, es muy probable que permanezca con nosotros a partir de
ahora, de la misma manera que las demás formas de gobierno que surgieron en
diferentes momentos históricos y basadas en experiencias fundamentalmente
diferentes, han permanecido con la Humanidad al margen de sus derrotas
temporales —monarquías, repúblicas, tiranías, dictaduras y despotismo.
Pero también permanece la verdad de que cada final en la Historia contiene necesariamente un nuevo comienzo: este comienzo es la promesa, el único «mensaje» que le es dado producir al final. El comienzo, antes de convertirse en un acontecimiento histórico, es la suprema capacidad del hombre; políticamente, se identifica con la libertad del hombre. Initium ut esset homo creatus est («para que un comienzo se hiciera fue creado el hombre»), dice Agustín5. Este comienzo es garantizado por cada nuevo nacimiento; este comienzo es, desde luego, cada hombre.
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